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Era como aquellos restaurantes americanos en blanco y negro de los años 50 donde una rubia cuarentona te recibía mascando chicle y un «¿qué quieres tomar, encanto?» en los labios; que, a buen seguro, te conduciría sin remedio hasta la tradicional tarta de manzana casera del menú. Pero allí no servían comida. Ni la rubia guiñó un ojo después de que yo hiciera mi pedido. De hecho, por no haber, no había ni rubia.

-Sírvame una copa.

«¿Qué copa?», leí en su gesto. El barman continuó fregoteando pausada y cadenciosamente la impoluta barra de aquel bar en tierra de nadie donde había apalancado mis huesos.

-La que quiera, da igual… -le aclaré.

El camarero abandonó entonces mi compañía para regresar pocos minutos más tarde.

-Aquí tiene: “San Francisco” y “Laguna Azul” –me explicó al depositar ambas bebidas frente a mis ojos. El resto de la clientela centró su atención en mí, agradecidos de encontrar una excusa que les permitiera romper el eterno misterio de sus mundos interiores.

No sabía por qué cóctel decidirme, pues me sentí tan atraído por ambos como lo estuve minutos antes frente al extravagante letrero que iluminaba el exterior del local: ángel y demonio brindando hermanados bajo la atenta mirada de un dios Baco de enormes dimensiones.

Desorientado, sí. Pero inexplicablemente cómodo. Ni siquiera me inquietó haber olvidado cómo había llegado hasta allí, a través de aquella solitaria autopista sin apenas iluminación. Vagamente apareció el recuerdo de su figura en mi memoria: blanca y radiante. Como una singular novia aguardando a su cita en el altar de aquella curva. Jamás había recogido antes a ningún autoestopista, pero aquella sirena me sedujo sin saber yo cómo. «¿Dónde estará ahora?». Algún desvío mal indicado o el mismo destino habían guiado mis pasos hasta ella. El destino, seguro. Sí, tuvo que ser él. Yo creía mucho en esas cosas. Desde siempre. Desde que una gitana me previno del accidente que cambiaría para siempre el rumbo de mi vida y me convertí en un fantasma preso de todo tipo de superchería que me protegiera del inminente mal. Eliminando de mis rutinas diarias todo riesgo innecesario; tomando excedidas precauciones para las acciones más intrascendentes; viviendo alerta cada minuto. ¿Viviendo? ¿Acaso se podía llamar «vida» a aquello?

Me detuve a admirar la chispeante danza del líquido en el interior de la copa elegida y el camarero llevó la otra hacia sus labios brindando antes por mi elección. Los taciturnos clientes retornaron a sus pensamientos, aparcados en el fondo de sus consumiciones.

Y entonces apareció él con el misterio como sombra y desplegando una vitalidad propia solo de aquellos que son felices. Le envidié en aquel momento. El contrapunto a todos los que allí estábamos. Yo mismo habría formado parte del mobiliario en poco tiempo de no ser por su llegada. ¿Quién sabe? Tal vez siempre estuvo allí y yo no me di cuenta…

Me descubrí admirando el vuelo de su larga cabellera rubia. Era un tipo «extremadamente bello», pensé no sin ruborizarme. Chaqueta de cuero, vaqueros ajustados y botas. Y una Harley negra, con su alado emblema de plata en el carenado, que imaginé aparcada junto a la puerta. Se sentó en uno de los taburetes de skay rojo a mi diestra y, tras un discreto gesto de su índice golpeando la barra, el camarero comenzó nuevamente los malabares: tequila blanco, ron, vodka, 4 partes de limonada, media de granadina y una onza de licor de naranja azul. Exactamente la misma bebida que yo acaba de elegir. Me miró serio después de dar el primer sorbo a su bebida. Sin titubear. Con unos ojos azules tan transparentes como lo fueron mi miedo y desesperanza al verle. Pero había en él una mágica aura de familiaridad que me impidió recelar de su presencia por más tiempo.

En verdad le sentí tan cercano como si se tratara de un gran amigo al que hiciera largo tiempo que no hubiera visto.

-¿De qué huyes? –me preguntó sin rodeos.

No comprendía cómo él podía saberlo.

-He visto el coche en la puerta –continuó diciendo como si hubiera leído mis pensamientos-. Una maleta lanzada con prisas sobre el asiento trasero…, traje y corbata, anillo en la mano… y demasiado tarde para regresar a casa.

-Demasiado lejos de ninguna, en realidad -apostilló el barman mientras daba lustre a uno de los vasos.

-Supongo que todo el mundo huye de algo -les dije en mi defensa.

-Es cierto, pero el pasado siempre logra alcanzarnos, ¿no lo has pensado? -contestó el motorista.

A cientos de kilómetros del origen de mi viaje encontré el valor que me había impedido despedirme de los míos. O tal vez fueran las ganas de encontrar comprensión en la decisión tomada lo que me animó a compartir mi historia con aquellos extraños.

Les conté que toda mi vida había sido una persona especialmente reflexiva, capaz de analizar todas las consecuencias de mis actos, y que jamás había dudado de mi manera de obrar ni de los rigurosos principios que habían guiado mi vida hasta entonces. Les hablé de mis miedos y mis temores. De mi trabajo como contable y de cómo descubrí aquellos documentos que probaban la doble contabilidad que se estaba realizando en mi empresa. También de las amenazas que ponían en riesgo mi vida y que precedieron a mi marcha, después de que le expusiera lo descubierto a mis superiores.

-Eres un valiente –me dijo con sorna el motorista-. Preferiste abandonar tu presente para no tener que afrontarlo.

-¡¿Y qué querías que hiciera?!

-Tal vez me hice demasiadas ilusiones contigo. Siempre pensé que eras especial, por eso te escogí, pero en el fondo solo eres… como ellos –dijo señalando a los que allí estaban.

Hasta entonces no me había fijado. Aquellos desdibujados rostros ensangrentados rumiaban la misma indecisión y pesadumbre que yo estaba padeciendo. Incomprensiblemente podía escuchar sus pensamientos, sentir su angustia y desasosiego. Sus dudas. ¿Cuánto tiempo llevarían en ese trance? ¿Cuánto tiempo tendré que compartirlo? Sus turbadores aullidos comenzaron: su insufrible dolor ya era el mío. Diferentes vidas, otras carreteras y un mismo punto de encuentro que nos unió a la espera de tomar una decisión para la que nadie nunca estuvo preparado.

-Ya es… demasiado tarde para volver atrás, ¿no es cierto? –me quedé mirándoles aguardando su respuesta. Implorándoles que cesara la jauría de lamentos.

-Bebe –contestó el camarero. Mis dos interlocutores cruzaron cómplices miradas.

El eco de las voces aún retumbaba en mi cabeza mientras mi diestra a duras penas sostenía la copa de la cual estaba a punto de beber. Paladeé con gusto el refrescante cóctel y una placentera sensación de tranquilidad me invadió hasta el punto de hacerme cerrar los párpados para concentrar todos mis sentidos en ella. Silencio. El ronroneo de un motor meciendo mi sueño inmediatamente después. Abrí los ojos y un oportuno volantazo viró mi vehículo justo a tiempo para no colisionar con el quitamiedos de aquella curva. Poco a poco mermó la velocidad de mi pulso y despedí con la mirada los estridentes neones del cartel de aquel bar de carretera que acababa de rebasar. No experimenté extrañeza por lo vivido, tan solo gratitud.

Manos al volante y vista al frente. En mi rostro, una inusual sonrisa de complacencia. Km 14 de una carretera que por fin me llevaría donde yo quisiera.